El mismo sueño que tenía desde hace un mes lo
había despertado, en él una señora de aspecto cruel y lúgubre le daba una olla
llena de monedas de oro, inmediatamente la señora se perdía entre los árboles
del fondo, él regresaba la miraba a la olla y observaba como el oro escurría
sangre; todo sudado y agitado se quitó bruscamente la única sabana que lo
abrigaba, sentado, con los pies posados sobre el suelo frio esperó a terminar
de jadear, ¿Qué pensar en esos momentos? ¿Qué decir en ese instante en que el
rayo de luz del sol con su jorongo anaranjado penetraba por la ventana sin
cortinas y se estampaba como rombo sobre el suelo? El torso desnudo, el pelo
revuelto, la cara con el evidente sopor del despertar y el pantalón carcomido
por las ratas formaban al único habitante de la casa aquella, huérfano de madre
desde su primer día en el mundo y sin padre desde hace cinco años cuando tuvo
que dejar la secundaria para ponerse a trabajar; Rodrigo vivía en la casa que
le dejaron sus progenitores, un solo cuarto de concreto y techo de lamina con
numerosos oasis de oxido rojo, asentada sobre un terreno amplio limoso y
húmedo, un pozo en la parte trasera abastecía de agua y una letrina en el
costado izquierdo del terreno componían toda la propiedad.
Iba a pararse cuando escuchó en la lejanía
una voz dulce, melodiosa que lo llamaba por su nombre, alzó la vista al techo
como si esa acción lo hiciera escuchar mejor, pero la voz se perdió en la
mañana; tratando de tranquilizarse se levantó y estiró sus brazos, corrió la
cortina que le servía de pared y por un momento creyó ver la figura de la mujer
de sus sueños, visión que se fue cuando inmediatamente se quitó las lagañas de
los ojos, aún estoy dormido pensó para no asustarse. Salió de la casa y se
dirigió al pozo, tomó el cubo de metal y lo arrojó al interior, esperó
perezosamente que se llenara y comenzó a levantarlo, una brazada a la vez hasta
posar el recipiente sobre el borde, ¿Qué pasó Rodrigo? Le grito una voz desde
la calle, buenos días don Rubén, ¿ya a la parcela? Que le vaya bien, le
contestó gritando al abuelo de Genaro y alzando la mano en señal de saludo.
Cuando regresó la vista al agua vio el rostro de una mujer, instintivamente
tiró el balde a la tierra esparciendo el liquido, sin embargo aun veía el
rostro fragmentado que parecía sufrir indeciblemente y pedirle ayuda, sin saber
que hacer corrió a la casa, azotó bruscamente la puerta y se sentó en el
comedor, un sudor frio y espeso le desfilaba por la frente, sus manos no
paraban de temblar y su corazón más que latir trataba de escapar de su pecho;
temblaba tanto que las sillas y la mesa empezaron a hacerlo, las cortinas
ondulaban como si el viento se ensañara solo con ellas, aún cuando las ventanas
y la puerta estaban cerradas; se sintió adormilado, la casa daba vueltas
alrededor de él, trató de llegar a la cama y recostarse pero a mitad de camino
cayó inconsciente o mejor dicho con la conciencia en otro lado.
Se talló la cabeza, aun le dolía por el
mareo, se levantó despacio, lento, temiendo volver a caer, vio su cama, volteo
a ver el resto de la casa, algo andaba mal, era su hogar, de eso no había duda,
sobre la cama estaba su sábana crema de flores de cerezo, como pared la cortina
con los cinco agujeros en medio, al centro y costado de la vivienda su mesa de
madera y sus sillas, su estufa blanca y herrumbrosa de cuatro quemadores; y aún
con eso no era su casa, todo se veía borroso por más que se frotara los ojos y
lo peor, no se sentía en casa, se consideraba un extraño, un ser que de pronto
se da cuenta que está soñando y no sabe como despertar.
-No temas, –mencionó una voz dulce que
provenía del techo- por favor ayúdame.
Desconcierto, miedo, confusión, terror,
oleada tras oleada que iba acrecentando su efecto en su mente y corazón.
-¿Qu…qu…quién…? –Alcanzó a decir, cuando
reunió todo su coraje-.
-Un alma atormentada que desea la libertad.
-¿Qu...qué?
A través de la pared una figura aparecía, una
mujer de cuarenta años aproximadamente, cabello negro medio canoso que se
alzaba al horizonte, abdomen abultado, pechos caídos, un vestido completo
blanco con manchas cafés en los bordes, dedos huesudos cuyas yemas desprendían
cenizas; un rostro penoso, viejo y cansado se detuvo frente a Rodrigo.
-No tienes que temer –le dijo el espectro,
como susurrando-, solo soy un alma cansada que desea libertad de esta prisión.
-¿D…dónde estoy? ¿Qui…quién eres t…tú?
-Una pregunta a la vez…estas en mi prisión,
he estado aquí por tres generaciones, atormentada, desquiciándome poco a poco;
le di la apariencia de tu hogar para que no te sintieras tan extraño, no parece
que funcionara mucho. ¿Quién soy? Soy un espíritu, un ser aprisionado por un
ente malvado y cruel que con mentiras me sedujo y me hizo su esclava, he estado
buscando la manera que escapar pero por muchas lunas no pude hacer nada,
entonces descubrí una forma de ser libre, solo que necesitaba ayuda de un huma…
de una persona con un corazón puro.
-¿Y…yo?
-Así
es Rodrigo, tú. Eres tú la persona que puede liberarme y a cambio te daré
riquezas.
A pesar de no ser una persona codiciosa,
Rodrigo no perdía la oportunidad de ganar dinero, y pensó que si lo hacía
ayudando a alguien más seria doblemente bueno.
-¿Riquezas? –Dijo, olvidando el temor de la
situación-.
-Sí, -el espectro vio la oportunidad que
buscaba- dinero, oro, monedas, te recompensare por tu valiosa ayuda.
-¿Co…como sé que no me engañas?
El fantasma dudó un momento.
-Toma, llévate esto en señal de mi promesa.
Rodrigo sintió algo duro en la mano, la
levantó y vio una moneda de reluciente oro, sin inscripción alguna, totalmente
lisa, la observó detenidamente, como esperando que en cualquier momento
desapareciera, pero no lo hizo, giró su rostro para preguntar algo al espectro,
pero retrocedió un paso al ver que este se había acercado a él, tan cerca que
podía sentir sus cabellos, el ser sopló a la cara de Rodrigo y este se sintió
caer por un abismo gris y rojo; abrió lentamente los ojos y vio su techo de
lamina, de un salto se puso en pie, estaba de vuelta en su hogar, permaneció un
momento pensativo, tratando de saber si vivió un sueño o una alucinación, dio
un paso hacia la ventana y un sonido metálico y agudo atrajo su mirada hacia el
piso, vio rodar una moneda de oro que finalmente se detuvo a la orilla de su
cama, la recogió con gesto meditabundo, de repente la ventana del cuarto se
abrió y un viento frio penetró y llenó toda la casa, un pequeño remolino
comenzó formarse sobre la cama haciendo formas a la sabana, Rodrigo vio como un
rostro se construía con los pliegos de la colcha.
-¿Tenemos un trato?
El rostro dibujado sobre la cama le
susurraba, deseando que solamente Rodrigo le escuchara, este se encontraba
sumamente impresionado al comprobar que todo era real.
-¿Lo tenemos? –Le reitero el rostro-.
-S…sí, está bien, lo tenemos –contesto
reponiéndose-.
-De acuerdo, te diré lo que necesitas hacer…
Rodrigo salió de su casa, cruzó el portón y
se enfiló hacia las afueras del pueblo, el sol marcaba las diez y media de la
mañana, ¿Qué pasó Digo? Le gritaban sus conocidos y amigos, por toda
contestación el levantaba la mano y la meneaba dos o tres veces; así continuo
hasta llegar a la casa vieja, miró
adelante y atrás y al no ver a nadie se adentró al interior de la vivienda, se
detuvo hasta llegar a la habitación que tenía el piso mas liso e hizo una
limpieza de telarañas y polvo de las paredes, en cuanto terminó salió por la
ventana y se adentró al monte hasta llegar al maizal más próximo, tomó tres
hojas de totomoxtle y regresó a la casa
vieja, se sentó al pie de la mandarina y confeccionó tres muñecas con la
hojas secas del maíz, cuando las terminó cavó un pequeño agujero en el árbol de
mandarina, uno en el de naranja y otro en el de capulín y enterró en cada uno
una muñeca.
Regresó al maizal y tomó otra hoja de
totomoxtle, la guardó en su pantalón y se dirigió al cerro Murciélago, comenzó a escalar la pequeña montaña por el lado
noroeste hasta llegar a la cima, una vez ahí arrancó un puño de tierra, hojas y
palos podridos, lo depositó junto a la hoja de totomoxtle y emprendió el
regreso al pueblo.
Le faltaba solo dos cosas más, un poco de
agua de la poza de atrás del campo de futbol y veinte piedras lisas, una vez
que las obtuvo se dirigió a su casa; estaba a punto de entrar a su morada
cuando escuchó una voz, ¿Qué pasó Digo, no fuiste a trabajar hoy?, Volteo y vio
a su vecina Doña Lupita lavando ropa en su casa del otro lado de la calle, Rodrigo
solo se limitó a sonreírle nerviosamente y entró a su vivienda; colocó la
tierra en una bolsa transparente de nailon y elaboró otra muñeca con el
totomoxtle, al terminar le pintó la misma ropa que llevaba el espectro, agarró
su mochila y guardo ahí la tierra, la muñeca, las piedras y el agua.
-Ya tengo todo lo que me pediste, ¿ahora qué?
–No se dirigía a ningún punto en especial, sino que parecía que hablara al
viento-.
-No grites –susurró el aire-, no deseo que
alguien más esté enterado de nuestro acuerdo, hay muchas personas y seres
perversos, que fácilmente mancharían nuestro acuerdo con sangre.
-Está bien,
¿Qué tengo que hacer? –Contestó bajando el volumen de su voz lo más que
podía-.
-Hay un claro de 17 metros de diámetro al sur
del pueblo, pasando las comprensoras, recorriendo el camino viejo hasta llegar
a la piedra grande, ahí das vuelta a
la izquierda y te adentras al monte, después de unos diez minutos de camino
llegaras al claro…
Es evidente que Rodrigo pensaba en las
consecuencias o causas de sus acciones, pero desde un punto de vista diferente;
la promesa de una remuneración por sus servicios no habría sido suficiente para
convencerlo, pues su corazón no albergaba codicia alguna, una buena parte de su
convicción era el pensar que estaba ayudando a un ser a tocar de nuevo la
libertad, de estar cumpliendo con el destino que se le había deparado desde el
momento de nacer y que esto le daba una razón del por qué estar en el mundo.
Cuando veía la luna a través de la ventana recostado en su cama tratando de
conciliar el sueño siempre le preguntaba al creador lo mismo, ¿Por qué? ¿Para
qué estoy viviendo esta vida?
Finalmente lo sabía, finalmente había
encontrado la respuesta, un ser que lo necesitaba, él era el corazón puro que
podría liberarla, solo él, único entre todo el resto y ¿Qué si se le
recompensaría por sus buenas acciones, no era justo que por su trabajo, sea
poco o mucho, reciba una retribución? ¿Era pecado aceptar un pago razonable por
su esfuerzo? Y si la respuesta fuera acusadora tenía el aliciente de que
utilizaría el dinero para algo de provecho, podría terminar sus estudios, poner
un negocio para ganarse la vida honradamente, ayudar a sus amigos y a quien lo
necesitara. Sí, era eso lo que le faltaba, un motivo para cegarse ante otras posibilidades,
cuan feliz se puede ser con la ignorancia.
Rodrigo llegó al claro, el sol marcaba las
dos de la tarde, sacó las piedras que llevaba y formó un círculo con ellas,
colocó al centro la tierra de la cima del cerro Murciélago, sobre ella la muñeca y vertió el agua hasta hacer la
tierra lodo, donde el monigote se hundió parcialmente. El joven esperó sentado
en la tierra, mirando fijamente las piedras, un viento cálido levantaba la
basura y el polvo, pero en lugar de estamparse contra la figura de Rodrigo lo
rodeaba asustado; espero hasta que el sol secó el lodo, cuando estuvo hecho se
levantó, escupió sobre la muñeca y recitó unas palabras, aparentemente
independientes.
- Aléjate. Mandarina. Sueños. Vida. Juguete.
Comida. Piedra. Gira.
Al terminar de decir la última palabra las
piedras comenzaron a rodar siguiendo el curso del círculo, cada vez más rápido
hasta aparentemente fusionarse y emitir un zumbido leve; Rodrigo saco un
cerillo y le prendió fuego a la muñeca, una llama totalmente roja nació en el
centro del aro, un humo negro y triste se comenzó a elevar hasta las copas de
los arboles, a esa altura parecía estancarse formando un techo que cubrió todo
el claro y eclipsó al sol; la muñeca no paraba de arder pero sin consumirse, se
le podría ver claramente al centro del fuego rojo que comenzó a extinguirse
hasta que lo único que quedo fue el calor que desprendía, que extrañamente no
siguió a la llama en su ocaso. Un único rayo de luz penetraba el techo de humo
y tocaba el pecho de la muñeca, un grito de agonía rajo por la mitad el espacio
y el títere comenzó convulsionarse, las piedras dejaron de girar y el techo de
humo se disipo hacia las nubes, el sol golpeo con toda su fuerza a la muñeca
que se retorcía y gritaba lastimosamente. A cada grito la marioneta crecía,
Rodrigo se tapaba con las manos los oídos porque no quería escuchar la
horripilante voz de pena; el último grito que provenía de la figura de
totomoxtle transformó a la muñeca en una imagen de carne y hueso que estaba
rodeada por cenizas que revoloteaban y desaparecían tras la figura que se
levantaba ahora, con los ojos fijos en el cielo y los pies enterrados en la
tierra.
-¡Haaaaaaaa!, ¡libertad!
Sus manos seguían el equilibrio del viento y
su risa alejaba a todo animal en la cercanía, chico o grande, mamífero, reptil
o alimaña, cualquier ser prefería el refugio de la tierra o el cielo,
cualquiera menos Rodrigo, que estaba hincado con las manos sobre los oídos y
los ojos cerrados; cuando ya no escuchó nada más que un aullar muy lejano volteo
a ver al espectro que lo miraba agradecido.
-¡Gracias! Me has hecho el ser más feliz de
este plano, es justo que recibas mi agradecimiento, toma, es tuyo.
Rodrigo sintió un fulgor que le llegaba
directo a los ojos, bajo la vista y descubrió una olla quemada rebosante de
monedas doradas, relucientes que reflejaban la luz del sol y escupían luces
sobre el cuerpo de Digo, quien no podía creer lo que veía.
-Anda, tómalo –le dijo la mujer- te
pertenece, te lo has ganado.
El joven se agachó y tomó el cántaro por los
costados, no quería agarrar las monedas por temor a que se deshicieran, sus
ojos se perdían tratando de contar cuantas monedas contenía el recipiente.
-¡Gra…gracias! –pronuncio dejando a tras su
letargo- ¿Hay algo más que tenga que hacer?
-Nada más. Nunca más nos veremos muchacho,
adiós y gracias de nuevo.
El espectro floto y se perdió entre los
arbustos secos del fondo, Rodrigo la miró alejarse con una cierta incertidumbre
en la mente pero la alejo el resplandor de su nueva fortuna. Tomó el cántaro y vació
el contenido en su mochila, se la colgó al hombro y se encaminó a su casa.
No se detuvo en ningún momento, pero su
semblante era de felicidad pura, contestaba eufóricamente cualquier saludo, por
pequeño que fuera. Llegó a su casa, arrojó su mochila sobre la cama e
inmediatamente la abrió vaciando su contenido sobre la colcha polvosa.
Cincuenta y dos monedas de duro oro, tan lisas que reflejaban la cara de
Rodrigo tan nítidamente que se podía ver sus lunares en la nariz; el ¿Qué hacer
para sobrevivir? No le pasó por la cabeza más, esa pregunta era remplazada por
una fascinación un tanto insana que llegó a provocar temor en el corazón del
joven.
Primero lo primero, tomó cinco monedas y
guardó el resto, fue a la ciudad y se dirigió al tianguis, ya había visto el
puesto aquel, se compra oro, se leía en una cartulina azul colgada a la entrada
del local, le mostró las monedas al encargado y este lo miró con cierta
confianza, la confianza de pensar que sabe que Rodrigo no era el dueño legitimo
de las monedas, muchas veces hacia esos tratos con ese tipo de personas,
estudió las monedas detenidamente y comprobó su autenticidad, le ofreció cinco
mil pesos al muchacho por cada moneda, quien gustoso aceptó la oferta; con el
dinero en el bolsillo y la mano sobre él en todo momento, Digo regresó a su
casa. Pagó cada deuda que tenía, con la señora de la comida, con el que le
prestaba, cada deuda contraída y olvidada ahora volvía a su mente y feliz la
saldaba, ¿Ladronde Digo? Le decía la
gente y el solo se limitaba a reír y contestar: me hizo justicia la revolución,
me amarré a una viuda rica, y reía más.
Eran las nueve de la noche cuando regresaba a
casa, se detuvo frente a la casa de Doña Lupita, su vecina de enfrente, tomó
cinco monedas y las deslizó por la puerta de la casa de la dulce ancianita,
gracias, pensó mientras regresaba a su vivienda.
Se recostó sobre su cama, pensó en la joven
que a veces se encontraba al salir de su casa por las mañanas, le atraía pero
nunca se había atrevido siquiera a verle a los ojos, pues que podría ver en un
muerto de hambre como él, pero ahora podría decirle lo que sentía y más; por
primera vez en muchos años sintió como una profunda paz cubría su mente y
corazón y sin preocupación alguna se entregó a los sueños profundos.
Abrió los ojos, bostezo gustoso, un rayo de
luz del jorongo rojo del sol se proyectaba como rombo sobre el suelo, respiró
hondo y supo que su vida había cambiado totalmente.