lunes, 10 de septiembre de 2012

LIMOSNERA DE AMOR




 -Buenos días Lupita ¿Cómo está usted?
Guadalupe volteo inmediatamente, el rostro se le iluminó al ver a Rubén parado desde la cerca.
-Buenos días Rubén, aquí dándole de comer a mis pollos ¿ya te vas a tu parcela?
-Ya, hay que trabajar, ya ve usted como está la situación.
-Aja, ¿Cómo están tus hijos?
-Ya casi ni los veo, solo al mayor que le regale la casa de material, a los demás ni sus luces, ya ve que algunos se fueron pal otro lado y ni una llamada hacen, pero es su vida, no los crie para que se quedaran aquí.
-¡Al menos a ti te quedó un hijo!, y tienes un nieto además, no que a mí, solo mis pollos y patos me hacen compañía.
-Si…–varios pensamientos surgieron en la mente de don Rubén pero no hallaba las palabras para expresarlas-; bueno…nos vemos al rato Lupita, se cuida mucho.
-Oye Rubén –se apresuro a decir Doña Lupe- este…es que fíjate que ahí tengo una gallina que ya está, la voy a matar al rato y me preguntaba si gustabas un poco de comida.
-Claro Lupita –Respondió evidentemente emocionado el viejo-, pues regreso a las seis o siete de la noche, ¿no sé que le parezca?
-Está bien Rubén, está bien, aquí te espero.
Historia vieja la de doña Lupe y el viejo Rubén, desde hace años se sentían atraídos, cuando ya habían entrando en la vejez. Un sentimiento suave que con las constantes miradas furtivas, los saludos diarios y las palabras no dichas se había convertido en un amor platónico y trascendente, si es que hay lógica en ello.
El viejo se perdió entre las casas del fondo de la calle con rumbo a su parcela mientras doña Lupita le siguió con la mirada hasta no verlo más. Continúo dándole de comer a sus animales que se arremolinaban alrededor de ella tratando de atrapar un poco de maíz seco.
Siempre la misma rutina, que la vieja disfrutaba como se disfruta la tranquilidad de una mañana fresca y anaranjada. Después de darle de comer a sus animales tomaba su morral e iba al mercado, en ocasiones solo iba por limones o naranjas, pero le gustaba platicar los últimos chismes con las marchantas.
-¡Hola Lupita! ¿Cómo está hoy?
 -Bien Chonita, viva que es lo que importa, ¿qué tienes hoy?
-Mandarinas, limones, manzanas, caña, tejocotes, baratito Lupita, ¿qué vas a llevar?
-Dame medio de naranja nomas, ¡¿Ay ya viste a la Gertrudis?!
-¡Ya ni me digas!, nomas de verla me encorajino todita, ¿Quién la viera y pensaría semejante cosa verda?
-¡Aja! ¿Quién lo pensaría?, ver para creer, ¡por vida de dios!
-Pues así frenan las tarántulas Lupita, así frenan.
-¡Ay dios! Pero ¿Qué le vamos a hacer?, bueno Chonita, nos vemos, cuídate.
-¡Adiós!
Siempre la misma plática, las mismas palabras y frases, unas veces con Chonita la verdulera, otras con Jovita la pollera o algunas más con Chinta la tamalera; de regreso caminaba pausada, métricamente, contando cada paso, cuidando donde colocar los pies, no le gustaban las grietas y las evitaba si podía, pequeña manía que a nadie hería.
Entró a su casa, dejó las cosas del mercado sobre la mesa y salió a regar las plantas, tomó la manguera y escupió chorros de agua fresca sobre sus geranios, orquídeas, bugambilias, girasoles, sus matitas de chile habanero, tomate y chilacayote, mientras hacía esto siempre tarareaba una canción, una tonada que le gustaba sentir en sus labios y lengua; y siempre al terminar, cuando tiraba a un lado la manguera y miraba su batea de madera, la imagen del viejo Rubén le resurgía en su mente cansada y desgastada, podía ver y sentir cada arruga de la cara, cada cabello corto, sus manos callosas y quemadas, su nariz tatemada, su caminar con esa leve reuma que le hacía tener separadas las piernas; aspiraba lenta y profundamente y exhalaba ruidosamente, nunca nadie la escuchó, lo que siempre le había parecido bien.
Al otro lado de la calle miró a Rodrigo salir presuroso, tanto que no lo pudo alcanzar pues le quería pedir que le desramara el árbol de nance que casi había acostado sus ramas sobre el techo de lámina de su casa; salió presurosa a la calle tratando de ver hacía donde se dirigía el muchacho, pero no pudo ver nada, regresó un poco irritada pues lo tendría que hacer ella y su edad ya no era la adecuada para ello, pero habían pronosticado vientos fuertes en la madrugada y quería evitar que alguna rama le callera y rompiera el techo. Tomó el machete y se subió al árbol, comenzó a cortar las ramas, una por una, en ratos descansaba pues sentía que su brazo se zafaba, el sol golpeaba su cuerpo cansado y el sudor recorría salado las arrugas de su cuerpo.
Un tanto malhumorada escuchó golpear la puerta del frente, bajó presurosa del árbol y preguntó quién era.
-Soy yo doña Lupita, vengo por lo del pan.
La vieja se acercó apenada.
-Oye manito…es que…no me pagaron la ropa que lave, ¿no me podrás esperar para mañana?
-Pero lo mismo me dijo ayer y antier doña Lupe ¿Qué pasó?
-¡Ay m´ijo! Es que pues tú sabes que yo estoy solita, que ya nadie se compadece de mí, dame para mañana y sin falta te tengo tu dinero.
-Bueno, mañana me doy una vueltecita.
-¡Gracias hijito!, mañana sin falta, si gracias no vemos, jajajajaja si verdad, cuídate m´ijo, adiós.
Ese mañana nunca llegaría tal vez, pues lo que había sacado de lavar la ropa ya lo había gastado en comprar el alimento de sus pollos, pero mañana le inventaría otra cosa; unas pocas deudas, se repetía para alejar esa opresión que sentía en el corazón, vieja y cansada ya no le quedaban muchas fuerzas ni oportunidades, para ella el viejo Rubén representaba una última esperanza; casada a la fuerza por su padre, con un esposo que la golpeaba y se emborrachaba, con hijos que nunca la respetaron y que aún ahora no le habían visitado en años su vida había sido una constante penuria cuya agonía consistía en el silencio, el silencio de no poder decir lo que sentía o lo que quería; ahora quería sentir por única ocasión en su existencia lo que era el amor, lo que era un beso de amor sincero y agradecido, sentirse amada y en paz, decir sus sentimientos, lo que su corazón y mente le dictaban, y al fin en la noche, cuando cenara con el viejo le podría decir lo que sentía. Y sabía que sería correspondida, podía ver en los ojos de don Rubén la misma pasión que ella sentía. Días de coqueteo suave como una brisa cálida se concretarían esa noche.
-Buenos días Lupita ¿cómo está hoy? –Le preguntó una voz desde la calle, sacándola de sus cavilaciones-.
-¿He? Ha, buenos días Petrita, aquí andamos ¿Qué pasó?
-Aquí le traía mi ropa, ¿cuánto seria?
-Pues vamos a ver, cinco pantalones, siete camisas, tres playeras, pues ¿le parece bien treinta pesitos?
-Ta bien Lupita, ¿para cuándo me las darías?
-Para mañana Petrita, en la tarde, hoy lavo y nomas que se seque ya vienes por ella.
-Sale pues Lupita, nos vemos mañana.
-Oye Petrita será que me puedas dar un adelanto.
-¡Uy Lupita!, si le voy a quedar mal ahorita, es que no le han pagado ni a mi viejo ni a mí, pero mañana te tengo tu dinero sin falta, tú no te preocupes.
-Pues no me preocupo, me ocupo más bien, pero bueno si no se puede ¿qué le vamos a hacer?, nos vemos mañana pues, adiós.
Doña Lupe tomó la ropa y la puso en su batea, entró a su casa y comenzó a hacer la limpieza, con mayor esmero que los días anteriores barrio y trapeo el piso, limpio telarañas, sacudió colchas, lavó trastes y espantó cucarachas, al terminar puso a calentar agua; mientras hervía se dio a la tarea de lavar la ropa que le había traído doña Petra, desde ese lugar vio como Rodrigo llegaba presuroso a su casa y extrañada por que no estaba en su trabajo le gritó ¿Qué pasó Digo, no fuiste a trabajar hoy?, el muchacho solo se volteó y la saludó nerviosamente y se introdujo en su vivienda, qué extraño pensó y continuo con su tarea.
Rodrigo era casi un hijo para ella, la madre del muchacho había sido una buena amiga y le cuidó mientras estuvo embarazada, cuando murió en el parto muchas veces se encargo del niño mientras el padre se iba a trabajar; cuando el padre falleció ella se hizo totalmente cargo del chico, no pudo evitar que dejara de estudiar pero le consiguió trabajo en las comprensoras, le lavaba la ropa y en ocasiones le daba de comer; es un buen muchacho se decía siempre que lo veía tomar una pierna de pollo y darle una mordida, y lo era, a Rodrigo no le gustaban las fiestas, ni tomar o fumar, era un poco introvertido y trabajador y quería a doña Lupita como una madre.
Terminó de lavar, mientras tendía la ropa observó como Rodrigo salía presto de su casa con una mochila al hombro, ¿Qué tendrá este chamaco? Pensó, al rato habló con él, a que muchacho pues, y terminó de tender.
Sacó el agua hirviendo, agarró una gallina, la colgó de las patas y espero 10 minutos, le torció el pescuezo, la decapitó y esperó a que se le vaciara toda la sangre, terminado, sumergió el cuerpo del animal al agua hirviendo, la agitó suavemente y comenzó a desplumarla, soaso el cuerpo sobre la lumbre para quemar las pequeñas plumas que no pudo quitar, después cortó en piezas a la gallina y las puso en agua limpia a hervir, agarró tomate, cebolla y ajo, los puso en un recipiente y fue con su vecina.
-¿Tomasita?
Se asomó una señora regordeta con un vestido de cuerpo entero de flores de girasol.
-Dígame Lupita.
-Perdone que la moleste pero ¿me podría licuar esto?
-Claro que si Lupita, pase usted.
-Compermisito, y ¿Cómo esta Tomasita? ¿Qué me cuenta?
-Nada doñita, ya ve como estamos, pero ahí vamos, ¿vio usted el amanecer tan precioso que tuvimos?
-¡Sí!, hermoso, de verdad hermoso, la obra de dios nuestro señor siempre es hermosa.
-De veritas que si Lupita, de veritas que sí.
-¿Y cómo sigues del azúcar?
-Pues ahí la llevo Lupita, lo peor es que se me antoja un montón de cosas y pues ni modo, hay que apechugar, no queda de otra.
-Ay Tomasita, cuídate mucho, mira que ahorita es cuando más falta le haces a tus hijos y a tu esposo.
-¡Ah!, viejo borracho, de cualquier forma seria por mis hijos.
-Pues por ellos; bueno gracias Tomasita, nos vemos después.
-Ándale pues Lupita, váyase con cuidado.
Una rutina divertida, una vida monótona, ¿que trascenderá después de su muerte, que sobrevivirá en los demás? Una generación la recordara y después será la vaga figura de un recuerdo perdido, soñado y dejado en el olvido, no por celos u odio, simplemente porque su espíritu ya no se revelara ante nadie. ¿Vale una vida vivida así?
Pues ¿Cómo la ha vivido? ¿Con valor o con temor? ¿Miedosa de su mente o alegre de su corazón? Y qué si en años nadie la recordara. ¿Para qué recordar una figura si su esencia se perderá? Pues nadie en la historia que es recordado es inmortalizado con su misma particularidad, siempre se adecúa al egoísmo de la situación o intereses de quien los recuerda. ¿No es mejor vivir plenamente, sin miedo en el corazón, que vivir en la memoria de los demás como una imagen que es totalmente contraria a como de verdad era?
Esa misma plenitud era la que buscaba Guadalupe, la plenitud del alma, el nirvana de las uñas cortadas; y se aferraba a lo que creía que era su última oportunidad en la compañía del viejo Rubén, aún en sus postreros años deleitarse con la felicidad que le brindaría un alma parecida. Vació el recaudo en el caldo de pollo, agregó papas cortadas en cubitos, trozos de calabacitas, un ramillete de cilantro y sal a su gusto, mezcló el guisado y lo probó, agregó un poco más de sal y atizó la lumbre del fogón, el carbón crepitaba levemente y un aroma de guiso se expandía e impregnaba toda la casa hasta llegar a la calle.
-Qué rico huele Doña Lupita –grito alguien desde la calle-.
-¿He? Gracias Susi, luego te das una vuelta y le llevas un poco a tu mama.
-OK, sip, luego regreso, voy a ver a mi papa a las comprensoras, hasta luego doña Lupita.
-Adiós m´ija.
El guiso estaba terminado al cabo de veinte minutos, la vieja retiró algunos leños del fogón pero dejó la olla en el mismo lugar para que no enfriara. El sol marcaba las dos de la tarde. Me quedan cuatro o cinco horas a lo mucho, se decía la vieja, y comenzó a arreglar el comedor, colocó una nueva sobremesa, había forrado una lata vieja de leche en polvo y en ella puso unas flores, barrió a conciencia, la vieja escoba de malva amenazaba con romperse con cada sacudida, los granos de tierra parecían cooperar con los deseos de doña Lupe y salían sin oponerse; acomodó la mesa al centro de la habitación y puso dos sillas de madera apolillada frente a frente en los lados anchos de la mesa, una araña zancona bajaba por el respaldo de una silla, la vieja tomó un pedazo de periódico, lo colocó en el camino del arácnido, este trepó por él y entonces la anciana puso a salvo al pequeño insecto sobre las ramas de la bugambilia, otra pequeña manía, nunca matar a un ser si no es para calmar el hambre.
Terminado este ritual la vieja se dio un baño, se lavó cada parte de su cuerpo, cada cabello negro, castaño o blanco, se limpio cada uña y cada diente que le quedaba, desde el baño asustaba a los animales que se acercaban siguiendo el olor de la comida que llenaba cada rincón de tierra y planta del patio; un perro sarnoso aquí, otro pulgoso más allá, ¡epa!, les gritaba la vieja desde el baño mientras se echaba jicarazos de agua cálida para enjuagarse, los animales retrocedían unos pasos con la cola entre las patas, pero volvían a su posición pasados algunos segundos, ahí iba otro ¡epa! de la vieja y otro paso hacia atrás de los perros, una canción poco usada, tal vez una vez al mes o cada dos meses, que era el tiempo en que la vieja podía darse el lujo de comer carne.
Salió del baño secándose todavía, miró el sol que marcaba las cuatro y cuarto, le gustaba mirarlo de frente y al voltear la mirada observar los destellos que le provocaba la luminiscencia del astro rey, se encaminó hacia la casa cuando un escalofrío la hizo voltear hacia el árbol de mango manila, en la parte final del terreno, nada parecía haber, azuzó la mirada y descubrió los ojos rojos de un animal mirando fijamente la olla del guisado, el ver los ojos de alguien no es algo que espantaría a la vieja Lupe, pero había algo en ellos que le inquietaba, no podía decir que era, hasta que descubrió que los ojos se alzaban a un metro y medio del suelo y que raspando la tierra se encontraba una gigantesca garra color cobre, la mujer retrocedió un paso cuando vio salir de entre la maleza a un increíble coyote que advirtió su presencia, el animal inmediatamente dio la vuelta y desapareció entre el monte.
-¿Qué fue eso? –pensó doña Lupe cuando se sintió más tranquila, segura de que nunca en su vida había visto algo parecido pero no tan segura de haber visto al coyote verdaderamente- debo de dejar de mirar al sol, me hace ver cosas.
Se dirigió a su casa volteando hacia el mango para no perder detalle por si volvía a parecer el animal; un pequeño tropezón le advirtió que había llegado al umbral de la puerta, con cuidado ingresó a la vivienda, ya había elegido que ropa usaría, una blusa blanca de mangas abombadas y cortas, con bordados simples en los faldones laterales, una falda que le llegaba hasta los tobillos de color café lisa y sin adornos, y unas sandalias negras de hule con adornos de flores, además de una diadema azul gruesa que le sujetaba el pelo liso, al terminar miró hacia afuera y vio que las sombras marcaban cerca de las cinco de la tarde, buen tiempo pensó.
Comenzó a preparar la mesa, puso dos platos viejos de peltre, dos cucharas de plástico blanco, sacó unas pocas tortillas y el pico de gallo que tenía del día anterior, todo esto lo hizo como parte de un ceremonia, de forma lenta y medida queriendo purificar el lugar de su última esperanza; mi última esperanza, pensaba, le gustaba como sonaba eso, trágico y romántico a la vez, justo como se sentía; salió a ver el guiso, destapó la olla y un grato aroma empapó su nariz y gusto, las piezas de pollo flotaban en el caldo junto a las papas cocidas y las hojas de cilantro, levantó la olla y la coloco a un lado, en su lugar puso un comal de hierro y coloco en él varias tortillas, los retiraba hasta que se hacían totopos y colocaba otras y así hasta tener cerca de treinta tostadas. El sol marcaba las seis de la tarde. En cualquier rato estará aquí, dijo, se sentó en el comedor y espero a que llegara su amado.
En cualquier momento, se repetía y se reía pícaramente de pensar en lo que le iba a decir, un sentimiento de pena alegre le invadía y la ruborizaba, sus manos sobre la mesa se juntaba y entrelazaban nerviosas, sus piernas se estiraban y retraían al ritmo de sus parpados. En cualquier momento…en cualquier momento…en cualquier momento, cada vez que lo decía miraba hacia el sol y veía transcurrir minutos rápida y angustiosamente; escuchaba pasos en la calle y su cara se ponía roja, solo para encontrarse desilusionada al ver pasar al panadero, a Rosita, a Federico. El sol marcaba las siete, las sombras se alargaban peligrosamente. Las manos de la vieja sudaban sobre la mesa, sus pies fijos solo se meneaban por el movimiento trillado de sus rodillas; un minuto de agonía más, otra poca de tierra que las sombras se tragaban, en la pared una cuija comía un mosquito y al terminar emitía su característico sonido, chuzzz…chuzzz…chuzzz, el sonido timbraba en las pestañas de la vieja, miraba melancólica al animalillo. La luna marcaba las ocho. Un viento repentino sacudió al árbol de mango, al rato un aullido hizo tronar los huesos de doña Lupe, poco le importaba, en el umbral de la puerta solo quería ver la sombra del viejo Rubén caminando hacia ella; un gato en la azotea, un perro siguiendo un rastro, ¡buenas noches doña Lupita! Le decía alguien a quien no miraba pero le regresaba el saludo. Metió el guisado, cerró la puerta y se recostó sobre su cama. Una angustia le recorría la piel, pero no se atrevía a mencionarla, apresada a su última esperanza sintió temor, una lágrima rodó por su cien y calló muda en el colchón; la vieja se entregó a los sueños. Soñó que estaba lavando en su batea de madera, mientras el viejo Rubén, le desramaba los arboles, feliz se acercaba y el la despreciaba con un ademan, se sentía confundida, ¿Como pudo equivocarse al pensar que el sentimiento de amor era reciproco?, pero se reponía al ver su patio lleno de flores y perros y darse cuenta que nunca necesitó a nadie para ser feliz, para sentirse realizada.
Despertó cerca de la siete de la mañana, recordaba solo extractos de su sueño, pero lo suficiente como para saber qué hacer, se levantó sin apuros, con el corazón extrañamente ligero, con los ojos bien despejados y las manos limpias y serenas. Se sirvió un poco de guisado frio y comió tranquilamente, sonriéndole a la hormiga que se paseaba por la mesa; se sirvió dos veces y cada vez la disfruto tanto como quiso, a pesar de lo templado, el guiso le pareció delicioso, con sabor a libertad del individuo, la libertad que siempre tiene uno a la mano pero que no la ve hasta que una revelación del alma te hace verla, fue lo que tuvo, una revelación. Respiro la libertad. En cualquier momento, pensó y rio quedamente, iba a salir al patio cuando algo bajo la puerta le llamo la atención, unos círculos dorados tintineaban crédulos, se acercó cauta, se agachó y vio cinco monedas de lo que parecía ser oro, frias al tacto, lo que indicaban que las colocaron ahí durante la noche; ¿una disculpa? Pensó al creer que el viejo Rubén las había colocado ahí, pero alejo rápidamente ese pensamiento. ¿Para qué buscar respuesta?, se dijo, lo hecho hecho esta y salió feliz a la mañana.        
Sacó la bolsa de maíz y dio de comer a sus animales, fue al mercado, regó sus plantas. Siempre la misma rutina, que la vieja disfrutó de verdad como se disfruta la libertad de una mañana fresca y roja.

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