Cada vez que Francisco miraba hacia el panteón un
vacío atrapaba su mente y una oscuridad insana nublaba su vista; la noche era
total y estrellada, sin luna ni nubes, un manto negro que parecía nacer del
propio cementerio envolvía a todo el pueblo.
Desde hace una semana a Francisco lo despertaba a la medianoche
un malestar en el antebrazo izquierdo, una especie de comezón que el rascarse
no aliviaba; se levantaba molesto de su catre y permanecía sentado en él
angustiosos segundos tratando de contener esa insoportable picazón. El frio se
entrometía entre las maderas húmedas y negras que eran las paredes, mientras
que un coro de insectos (cucarachas, hormigas, polillas, escarabajos y gusanos)
desfilaban por el piso de tierra. Francisco no aguantaba más y se paraba
exasperado, sin importarle aplastar a algunas sabandijas con sus pies desnudos
y llenos de callos, empujaba a un lado la puerta de lámina y casi corría hasta
la entrada de su terreno agarrándose el antebrazo, transpirando leve y
respirando trabajosamente; a solo unos pasos comenzaba el panteón, tumbas de
tierra, de cemento, de loza y de mármol se arremolinaban en ese espacio único
donde la muerte no había logrado nivelar la condición de clases sociales, con
su brazo izquierdo Francisco tomaba tembloroso la estaca de madera del cerco de
su casa, su cara morena y madura expresaba un dolor molesto y un hartazgo
constante (tan diferente al rostro alegre con el que se casó, a pesar de ser un
humilde campesino). Contemplaba durante cerca de media hora el panteón
penumbroso, las tumbas viejas y nuevas, los inmutables ángeles y arcángeles de
mármol, las pequeñas cruces de fierro herrumbroso a la cabeza de las tumbas de
tierra; sus ojos se iluminaban de gusto y se contraían de sospecha (un golpe de
su pie derecho en el suelo), su boca en un momento con una sonrisa de victoria
cobarde se transformaba en una mueca de ira impotente (otro golpe de su pie
contra el mismo enemigo), su mano que antes sujetaba firme el cerco ahora lo
hacía estremecer y se escuchaba el crujir de la madera seca.
La noche era fría, todas eran frías, pero siempre el
cuerpo de Francisco exudaba un sudor constante que hacia mojar ligeramente su
camisa vieja (la misma camisa vieja de aquel día), los recuerdos siempre
estaban presentes, aun cuando dormía lo perseguían, excepto al estar ahí,
parado, en medio de una oscuridad anormal, observando meditabundo el camposanto.
Solo en ese momento los recuerdos daban paso a los deseos, no había palabras de
reproche, solo un deseo de liberarse de su terrible carga, pero una y otra vez
sus deseos eran apagados por el temor a ser descubierto y es que el panteón,
quieto durante la noche, en el día era paso seguro para ir al pueblo, numerosas
familias transitaban por ese angosto camino que cortaba por la mitad el cementerio
mientras los pequeños brincoteaban entre las tumbas, por lo que cualquier anomalía,
nuevo excavado o movimiento podría ser detectado en las primeras horas de la
mañana. Tal vez si lo hago allá en la
esquina…no, ahí se junta la pandilla del lechero. No…tampoco ahí, ahí luego se
ponen los chamacos de Teófilo. Una y otra vez, en cada medianoche Francisco
repasaba los lugares donde podría sepultar su carga aún sabiendo que cualquier
lugar estaba ocupado por muertos y vivos, tal vez alguno se le pasó, no lograba
pensar bien desde aquel día. Igual y
nadie se dé cuenta…total, con esta frase Francisco intentaba tranquilizarse
y regresar a su rasposo catre, con un poco de esfuerzo lograba soltar el cerco,
la picazón en su antebrazo era ya un simple cosquilleo, regresaba a su casucha
caminando hacia atrás y sin dejar de ver el panteón que en vez de alejarse se
sentía más cerca; a un costado del marco de su puerta se encontraba colgada una
carcomida y sucia hamaca, Francisco, todavía mirando hacia el cementerio tomaba
un extremo, la desenvolvía, la sujetaba a un árbol seco de tamarindo y se
sentaba en ella con el rostro frio e inmutable ya.
Treinta minutos pasada la medianoche exactamente. En
el cementerio se movía una figura, Francisco la reconoció al instante, una
forma que se arrastraba y hurgaba en las esquinas de los mausoleos. Sus ojos
vidriosos, sus extremidades huesudas y malolientes, con el olor a muerte propia
y ajena dejando a su paso, su aliento pútrido y un hosco y lastimero gemir, así
era la esencia del ser. El destino final de aquel ente nocturno era el mismo
que las otras noches: el patio de Francisco. Jamás se preguntó porque, ¿Para
qué? Si lo sabía de sobra, era lógico que la carga que tenía atrajera todo tipo
de monstruosidades. Mientras la criatura se tomaba su tiempo explorando, como
la primera vez, el panteón, Francisco quiso recordar de nuevo, como si fuera la
última vez que lo haría.
Eran quince minutos antes de las doce de la noche, la
luna en el centro del cielo negro se encontraba acompañada de las estrellas que
iluminaban claramente el cementerio; a tropezones, debido a su total
embriaguez, Francisco regresaba a su casa, reía estrepitosamente, se detenía a
discutir con alguna escultura o intentaba silbar. Llegó al cerco, de una patada
abrió el portón y grito ¡YA ESTOY AQUÍ!...silencio
total. Dio unos pasos hacia la casa y volvió a gritar ¡QUÉ YA LLEGUE CHINGAO!...silencio sepulcral. Alcanzó el umbral de
la puerta y se sostuvo un momento en sus pilares, escupió al piso e intento
retirar la puerta pero esta no cedió, probo una vez más y la puerta solo
temblaba, molesto Francisco dio un golpe a la lámina y bramó ¡AQUÍ ESTOY, ABREME!, un mosco grande y
verde se posó en sus labios llenos de saliva agria, ¡QUÉ ME ABRAS, MALDITA SEA!, con un furia puramente instintiva los
golpes sobre la puerta continuaron hasta hacer que la lámina se doblara por la
mitad…un sollozo comenzó a oírse…casi cayéndose Francisco logró introducirse en
la casucha solo para permanecer parado tratando de ver en la oscuridad, ¿Dónde estás?...¿Dónde estás?...¿Por qué te
escondes de mí?...¡Contéstame con un demonio!…El sollozo era un gemido
angustioso. En una esquina Francisco pudo ver su objetivo y se encaminó rabioso
a ella, ¡No! Gritó prolongada y
gemebunda la mujer agazapada, ¡No, no,
no!, la negación se sucedía mientras era golpeada salvajemente, la sangre
escurría, las heridas se abrían cada vez más, la mujer gritaba pidiendo piedad
mientras le sujetaba desesperada el antebrazo izquierdo a su agresor. Francisco
continúo golpeando durante treinta minutos, al término del cual la mujer ya no
se movía pero aún lo tenía tomado por el antebrazo; todavía con ira se quitó la
mano y retrocedió tres pasos, sintió frio el sudor que le recorría el cuerpo y
mojaba su camisa; se quedó quieto un instante hasta que un llamado rompió el
silencio: ¡Ma-ma! Y de abajo del
catre un pequeño de apenas tres años y de rasgos malformados corrió cojeando hacia
el cuerpo inerte de la mujer, se acurrucó en sus piernas y la sujeto con ambos
brazos del tórax, Francisco lo miró lleno de rencor, sus ojos eran la muestra
clara de la intolerancia humana, el menosprecio por lo que es diferente a uno, ¡maldito chamaco¡ -dijo- éramos felices, pero tu…¡tú! No pudo
más, se dejó caer en el catre y se sumió en un profundo sueño.
La hamaca le estaba incomodando, el espectro que
enfilaba hacia su casa estaba a escasas tumbas del terreno, Francisco no
aguantó otro minuto y se levantó, al pasar bajo el umbral de su puerto escupió
al piso, al llegar al catre se arrodilló y miró, dispuestos entre un numeroso
ramillete de yerbas de olor, los cuerpos putrefactos de su mujer y su pequeño
hijo que murió de inanición sujetando a su madre parecían observar a Francisco
y él sentía que le preguntaban: ¿Hasta
cuándo?¿Hasta cuándo nos darás la serena oscuridad de una tumba?
Carlos Mario Cruz Ramírez
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