jueves, 9 de agosto de 2012

LA SONRISA


Tal vez era un sueño. Un hermoso y cándido sueño de carne café abultada y tersa. Tal vez era una falsa esperanza, de esas que solo se muestran para atormentar los corazones con el deseo y el anhelo. Quizá era solo un acto de lastimosa piedad; una acción de un alma generosa que se compadece de una solitaria y le regala segundos de felicidad. Sea lo que fuera, la sonrisa de Erika evocaba un parnaso de miel para Mario, quien a pesar de sentirlo no podía traducir en palabras esa sensación que provocaba el gesto de la chica en su mente y cuerpo joven.
Todos los días desde la mañana hasta el atardecer la vida golpeaba el cuerpo de Mario en el patio delantero de su casa. El joven sentía como el calor del astro rey disipaba el frio nocturno y abría lentamente cada uno de sus poros; podía sentir como su cuerpo inhalaba y exhalaba el aroma dulce y tenue de las bugambilias, como el trisar de las golondrinas besaba su oído y explotaba con la intensidad de mil sinfonías, como la humedad de la tierra negra se elevaba invisible a reparar el firmamento y llenarlo de esas nubes ágiles, blancas, hermosas y metamorfas que le gustaba contemplar. Con felicidad Mario veía como los girasoles se llenaban de alegría y se levantaban para mirar impasible a su eterno amor mientras pequeñas abejas, negras y amarillas, trabajaban, aparentemente incansables, recolectando su ambrosia; una-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete, el muchacho las contaba una y otra vez, las veía revolotear sobre la parvada de flores danzantes al son del viento, ocasionalmente una llegaba hasta él, se colocaba por un breve lapso de tiempo sobre su brazo y volvía con sus hermanas, como una niña traviesa que regresa con su familia a contar su aventura. En esos momentos el joven dispersaba sus pensamientos en cada una de las hojas secas tiradas sobre la tierra, cada una de ellas representaba una idea distinta, un extracto único de su pensamiento sobre la vida; podía permanecer largo rato inmerso cavilando cada concepto, una pequeña y curva hoja café de guaya se expandía a un horizonte de probabilidades laborales, cada pequeña vena de la hoja que se deprendía del tallo representaba un camino distinto: ser obrero, como su padre, quien llegaba a la casa después de las tres de la tarde oliendo a chapopote y aceite quemado, con el traje color caqui con grandes manchas negras de alquitrán por sobre su muy abultada barriga, quizá así su padre podría quererlo más. Ser profesor, como el joven maestro de primaria que pasaba todas las mañanas con pasos apresurados cargando su portafolio lleno de hojas sueltas y libros viejos, su chaleco bordado de pequeños y azules rombos que olía a zapatos nuevos, su camisa azul que parecía estar eternamente planchada, su mentón deslumbraba recién rasurado, su calzado un tanto empolvado sonaba alegre y le hacía coro a la música de tap de las hormigas negras que iban por su despensa; Mario se imaginaba transmitiendo vastos mares de saberes a niños harapientos, descalzos y hambrientos, dándoles un hato de esperanza y felicidad en medio de toda su podredumbre, quizá así su madre podría quererlo más. Podría llegar a ser comerciante, como don Tiburcio, a quien todas las mañanas se le podía ver portando un mandil blanco como la leche alzando la cortina de metal de su negocio, después comenzaba a sacar cajas con diferentes frutas y verduras y las colocaba sobre tablas de madera, las naranjas ahí, las sandías por allá, las calabacitas más para allá, el olor dulce, el agrio, el amargo y tantos más hacían el amor en el aire y acariciaban impúdicamente la nariz de Mario, quien aspiraba profundamente sintiéndose parte del entorno y pensando que a la mejor así todo el pueblo podría apreciarlo más. Con ese último pensamiento vio una sombra al lado de la hoja.
Otra hoja cayó al lado de la anterior y en su forma se dibujaba el rostro de Erika, Mario la observó largo rato, hasta que el viento la hizo caminar pausadamente, inclusive el andar rítmico de la hoja se parecía al de la muchacha y como ella, el lóbulo vegetal se alejó irremediablemente. El joven alzó la vista y vio gruesas nubes negras que se acercaban desde el este, ahora, siendo mediodía y que había visto las nubes le parecía que el viento era más frio que en la mañana pero no quiso molestar a su mamá quien parecía estar muy ocupada preparando la comida y ocasionalmente le gritaba algo que Mario no se preocupaba por escuchar y muchos menos contestar. No le gustaba la lluvia, sus gotas golpeaban frías y crueles, le recordaba al olvido, la tristeza de la soledad y del vacío. Siempre que veía que iba a llover innegablemente relacionaba la ferocidad del agua del cielo con la mirada que le lanzaba su padre cuando este llegaba del trabajo. La mirada del viejo obrero parecía contener cierto rencor desconocido hacia el muchacho, quien bajaba la mirada ante su presencia y se quedaba agazapado hasta que el viejo se alejaba; muchas veces se llegó a preguntar el porqué de esas miradas, ¿Qué había hecho mal que tenía que recibir esas miradas inquisidoras? La respuesta nunca le satisfacía, pues no tenía memoria de haber cometido alguna falta. Mucho o poco, el pensar en ello siempre lo dejaba sumido en el desánimo.
Por su parte Erika era una joven de trece años que cursaba el segundo grado de secundaria. Todas las mañanas se le podía ver caminando tranquilamente hacía la escuela, la mayoría de las veces escoltada por dos o tres de sus amigas. Su larga cabellera lacia y negra como la tranquilidad de la noche se mecía al compás de sus pasos, curiosamente pausados. Sus manos, unas veces entrelazadas, otras meneándose a sus costados, podían prodigar palmadas colmas de serenidad lunar y amor maternal, aun cuando lo hacía para castigar a algún entrometido; su tersa piel, morena como el azúcar, transmitía, junto con un agradable olor de hojas de limón recién cortadas, una sensación de tranquilidad que embutía la mente de sus acompañantes en un cielo sereno, lento y lleno de parvadas de colibrís dorados.
Erika pertenecía a una humilde familia de las afueras del pueblo. Su madre, de origen huasteco, le decía Kika de cariño y le ofrecía, cada se acababa de despertar, miradas palpitantes de monte y violinazos de grillos cafés; la había instruido, aún desde que la cargaba en su vientre, en el amor al alma. Ver lo que las personas podía ofrecer de bienestar al mundo. No ser ingenua, sino tener el conocimiento que tiene el amanecer soleado al conocer que al mediodía puede ser lluvioso y en la tarde tener ese aire frio y solitario. Su padre, desde que la chica recordaba, trabajaba en el campo, se iba con la llegada del amanecer y regresaba dos horas antes de la puesta del sol oliendo a zacate triturado y a agua de arroyo. Su regreso era sereno, de pasos firmes pero calmados, el machete a su izquierda se mecía de atrás para adelante inquieto por descansar recostado sobre la pared. Erika siempre salía a su encuentro, lo abrazaba y le daba un beso en la mejilla, su papa reía, rodeaba con sus brazos callosos a la chica y llegaban juntos hasta donde se encontraba la mamá, se sentaban a comer juntos contando las anécdotas del día, estallando a carcajadas a cada rato.
Al anochecer, cuando el cielo estaba despejado, Erika se quedaba dormida mirando las estrellas tímidas que se asomaban y escondían tras la cortina negra de la noche. Su padre aparecía, y la recostaba sobre su cama, la arropaba y le acariciaba el cabello. Erika soñaba entonces con mariposas azules y blancas que la abrazaban y elevaban hasta las nubes, en ese punto la soltaban y grácil caía sobre una alfombra de orquídeas violetas y rosadas que se abrían y besaban cada bello del cuerpo de la muchacha. Profundo y suave, su sueño se extendía y dividía para quietud de su mente.  
Mario podía sentir la cercanía de Erika, el viento corría cálido, las hormigas cantaban, las hojas de los árboles silbaban, el sol menguaba su fuerza pero iluminaba intensamente, su corazón comenzaba a brincar, sus manos sudaban y sus ojos se nublaban.
Las sombras de los arboles decían que era pasada la una de la tarde, Mario cerraba los ojos y un calor sofocante invadía su cuerpo, sentía ruborizar sus mejillas, sus ojos parpadear sin control, su respiración entrecortarse. Unos pasos se escuchan en la lejanía y Mario pensaba no, no es ella, jóvenes de la misma escuela de Erika pasaban evitando ver a Mario quien los observaba sintiendo lastima por sus vidas normales, pero no todos pueden sentir la magia del mundo o escuchar las voces de las flores, una verdadera pena; otros pasos más, apresurados, Mario solo veía pasar un borrón enfrente de él, se pierde la belleza de esta cerca se decía, una lógica condena. Así muchas figuras desfilaban ante el joven, entre bromas, correteos, indiferencia y burlas disimuladas Mario se metía en la vida del pueblo, se había convertido en una referencia cotidiana de advertencia ante algo malo para enojo de sus padres.
Finalmente. Finalmente los pasos que ansiaba, la espera era cada vez más difícil, pero siempre la recompensa hacia valer todo esfuerzo, toda pena.
Al fondo Erika se acercaba caminando sobre la banqueta, su pelo olía a caramelo de coco. Sus pasos eran fácilmente reconocibles para Mario, menudos y mesurables, casi acariciaban el suelo.
Erika aparecía como nacida de los rayos del sol, Mario con un sobre esfuerzo levantaba la vista y esperaba verla pasar justo enfrente de él. Los ojos de la joven se sentían conmovedores, risueños e inevitables. Y entonces Erika le sonreía tímidamente a Mario, quien parapléjico siempre soñaba despierto en su silla de ruedas y tímido le devolvía la sonrisa.             

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